Miramos pero no vemos. Oímos
pero no escuchamos. Convivimos con otros pero no llegamos a conocerlos. Las
conversaciones diarias están plagadas de clichés y frases manidas que conducen
a la incomunicación o, como mucho, a una comunicación superficial y si no
prestamos una mínima atención repetimos como autómatas. Si desean conocer la
historia de dos personajes corrientes y sus peculiares inquietudes pueden
visitar la sala Mirador.
Carlos
Zamarriego, autor de la representación, nos introduce en la vida de
dos jóvenes unidos por la desunión y el etiquetado de productos: Andrés (Rodrigo García Olza) y Bea (Roberta Pasquinucci). El abuelo del primero, la
afición cinematográfica de la muchacha y las indecisiones de ambos forjan una
relación de idas y venidas marcada por el desconocimiento mutuo pese a
compartir una vida juntos.
Antes de entrar a valorar
esta obra conviene que el espectador tenga claro, o por lo menos conozca, la
fuente de inspiración y el origen del texto. Como refleja en la web el autor de
la obra, el libreto “nace en una clase de subtexto del maestro José Sanchís
Sinisterra”. Cuando hablamos de subtexto nos referimos a aquello que está por
debajo del personaje teatral, al significado profundo y que da sentido al papel
interpretado; en definitiva, responde al “por qué”. En todo protagonista de
cualquier obra podemos encontrar un subtexto, la diferencia estriba en que en
esta representación es el motor de acción de la obra. No es tan importante
aquello que se dice si no por qué se dice. También resulta pertinente destacar
la figura de Sanchís Sinisterra, uno de los grandes maestros
y estudiosos del teatro español. La intencionalidad de los dos personajes y la
figura de este dramaturgo son clave para entender y disfrutar de Mantequilla.
El artífice del texto es Carlos Zamarriego, autor de obras como 23
movimientos, Inestables o Anoche soñé que soñabas. Como nos tiene
acostumbrados, su forma de hacer teatro es indisociable de la psicología
humana, del modo del comportamiento del individuo y de todo lo que le rodea.
Esto desde el punto de vista académico encaja en la variante del teatro
psicológico, con Antón Chéjov a la
cabeza, o el absurdo, con Ionesco como uno de sus exponentes.
Estos rasgos son perfectamente observables en Mantequilla; en primer lugar por el objetivo central de la obra –investigar
sobre cómo establecemos diálogos con los que no están, y compartimos silencios
con los que están, a pesar de las posibilidades de la tecnología– y en segundo
término, por la estructuración y naturaleza de la misma – diálogos
y frases repetitivas, algunas empleadas como hilo musical, una trama con extraña
continuidad y dos personajes incomprendidos con una concepción particular de la
vida–.
A la vista de lo expuesto, Zamarriego hace un excelente trabajo de
recopilación y absorción de géneros teatrales no comerciales y trata de usted
al espectador, con una obra inteligente, introspectiva, pensada para la
reflexión, cocinada a fuego lento, cargada de simbolismo y centrada en la
metacomunicación (comunicación que habla acerca de la comunicación misma) e incomunicación
humana. Desde mi óptica, hubiera sido un acierto introducir elementos
tecnológicos, como el del teléfono móvil u otros dispositivos, para ahondar en
la incomunicación entre los personajes y demostrar que un mundo hiperconectado
no es sinónimo de comunicación y entendimiento.
Sin desvelar nada, el título
del libreto es de lo más sugerente y permite al espectador establecer enésimas
similitudes, analogías y metáforas con la temática de la obra, sus
protagonistas y, en definitiva, con las relaciones sociales en general.
Mientras visionaba la representación tuve la sensación de no entender del todo
algunas de las escenas donde la comunicación entre los protagonistas era vana;
sin embargo, y emulando el lema de campaña de Bill Clinton, la solución estaba
en el título: “Es la mantequilla, estúpido”.
La dirección viene de la
mano de Edgar Costas, actor de más
de una veintena de cortometrajes y obras teatrales como Inestables (2018), La venta (2017) o
El escritor (2016). En esta ocasión, en la silla de director, continúa con
el simbolismo del libreto y resalta, con inteligencia e ingenio, la categoría
teatral del subtexto, con ejercicios de interpretación básicos como la
repetición de frases con registros distintos, la máscara como elemento de
ocultación del rostro, y la representación de escenas paralelas a ambos lados
del escenario de caja negra, muy utilizado en el teatro de corte experimental.
En este tipo de obras, los
diferentes espacios del escenario adquieren relevancia porque sirven de marco
semiótico y ayudan a comprender la actitud de los personajes. En Mantequilla, el elemento central es el
cuadrilátero de arena donde los protagonistas no dudan en rebozarse y donde la
comunicación entre ellos fluye aunque esta resulte encriptada. Me recordó a la
típica estampa del parque donde los niños interaccionan y disfrutan a través
del juego sin ser necesarios grandes ejercicios comunicativos. Otra virtud en
el trabajo de Costas es otorgar
movimiento cinematográfico a la representación, con clásicas voces en off incluidas. Da la sensación
de que los dos personajes pasan por los mismos puntos pero a destiempo, como en
esas películas románticas donde uno de los dos amantes llega y el otro ya se ha ido.
La sencillez interpretativa
es esencial para rebajar el carácter psicológico y, a su vez, poder extraer de
forma pausada y sin agobios todas las características antes expuestas. Este
trabajo es resuelto con acierto y pertinencia por Roberta Pasquinucci y Rodrigo
García Olza. Ambos protagonizan diálogos ininteligibles pero acompasados,
con la dificultad que ello supone, y sostienen a dos personajes que se extrañan
para convertirse en extraños. Actor y actriz no olvidan la fuente de
inspiración del libreto, el subtexto, al entender a sus respectivos personajes
y reflejarlo con una cuidada aunque meridiana comunicación no verbal, con
gestos y miradas cómplices.
La actriz italiana, con más
de una decena de obras teatrales y participaciones en cine y televisión, da
vida a Bea, una joven que decide
buscar en la ciudad lo que no encuentra en Andrés,
su compañero. Una de tantas mujeres, con inquietudes sociales y políticas, que
emigra del pueblo a la ciudad en busca de nuevos proyectos, en su caso el cine.
Pasquinucci interpreta con soltura y
realismo el carácter histriónico y explosivo de su personaje a pesar de estar
escondido bajo una coraza de timidez. Por su parte, García Olza da vida a un joven lastrado por el negocio familiar
iniciado por su abuelo y con un agobio existencial al principio oculto, quizá
fruto de la monotonía. Una vez liberado de sus ataduras, Andrés, decide buscar a Bea
para encontrarse a sí mismo. Esa evolución es genialmente interpretada por este
actor, historiador y fotógrafo participante en múltiples proyectos teatrales y
galardonados cortometrajes. Su actuación me transmitió paz y tranquilidad, como
el reencuentro de su personaje con Bea.
Quizá porque ambos habían encontrado un código común de entendimiento
(metacomunicación implícita) en la aceptación –por agridulce que esta fuera– probablemente
indescifrable para un ajeno pero no a todo el mundo le gusta el sabor de la
mantequilla.
En
Mantequilla desconocerás a dos
extraños con demasiada vida juntos en una obra cargada de simbolismo,
inteligencia e incomunicación
Autor:
Carlos
Zamarriego
Director: Edgar Costas
Reparto: Roberta
Pasquinucci, Rodrigo García Olza
Lugar:
Sala Mirador (Calle del Dr. Fourquet, 31, 28012)
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