
El
teatro es cultura segura y la cultura no es concebible sin un teatro seguro.
Más aún si aborda temas de imperiosa actualidad. Asuntos latentes en nuestra
sociedad y con apariencia de aceptación, aunque en realidad y en el seno íntimo
no lo sean tanto. Cuestiones tan banales como el amor, el dinero, la religión,
pero a su vez tan profundas y hasta incognoscibles. El teatro Bellas Artes nos
invita a disfrutar y reflexionar sobre estos y otros mundos en un relato
histórico de nuestra historia.
El
libreto de Alfredo Cernuda bajo la
dirección de Jaime Azpilicuta recrea
la vida del Rey de Eduardo II (José Luis Gil), un monarca enamorado de
Hugo LeDespenser frente al odio y el rechazo de su despechada esposa, la reina
Isabel (Ana Ruiz), cuyas ambiciones
van más allá de su matrimonio. El poder de la realeza en 1327 va ligado al de
la Iglesia, de ahí que el Obispo Orleton
(Ricardo Joven) vele por los
intereses eclesiásticos y los suyos propios. Nada puede hacerse si no es con
dinero; este será el cometido del prestamista Tolomei (Manuel Galiana).
Todos tienen intereses pero no todos lograrán alcanzarlos en vida.
Narraciones
históricas en general y monarcas en particular son temáticas pintiparadas para
el teatro. La novedad no es el género en sí mismo, ni incluso quién sea el
protagonista, sino el devenir del relato y cómo sea abordado. El polifacético
dramaturgo, director y actor Alfredo
Cernuda es el encargado de resucitar al rey Eduardo II, y con él a la pieza
teatral de 1592 de Christopher Marlowe, no solo para contarnos su historia sino
como percha para poner sobre las tablas los intereses cruzados de los actores
(poderes fácticos). A simple vista el espectador puede pensar que estamos ante
uno de los muchos dramas históricos, pero como bien señala el propio Cernuda: “se transforma en algo más. Es
una historia de amor, de odio, de pasión, de lucha por el poder, en definitiva,
es nuestra historia”. Una definición ajustada a lo que el espectador verá en
escena. Como ocurre con los buenos dramaturgos, el relato central va
ramificándose en conflictos paralelos para luego converger todos ellos en el
final de la obra; esto extrapolado a los géneros teatrales nos lleva a hablar
de la unión de la comedia y el drama romántico desde la atenta mirada de la
tragedia.

No
importa tanto el quién sino el cómo, porque el libreto podría abordar las fases
del reinado del monarca, sus campañas y batallas o un compendio de todas ellas.
Sin dejar de ser esto un acierto, me quedo con la visión dada por este
guionista y autor de tres novelas (El
Soñador Ajeno, La Amante Imperfecta
y La Centésima Puerta). Cernuda parte de un núcleo concreto
para contar el todo genérico. La elección sexual del protagonista será el epicentro
sobre el que pivote la obra y el primer gran tema de reflexión: la
homosexualidad como elemento central y el interés cercenador de libertades de los
que con él se encuentran y miran con ojos de niebla. Este aspecto es abordado
con valentía, claridad y simpleza por el dramaturgo (con libretos como el
aclamado Leonor de Aquitania, La Sonrisa Perdida o Soledad no es un nombre de
mujer) sin que contamine a otros ni los monopolice. El poder de la religión es
tratado con extrema inteligencia para poner de manifiesto la doble moral
judeocristiana y las contradicciones de las religiones en general. Sirva este
fragmento de la obra como prueba: “amaos los unos a los otros”; a lo que el rey
espeta, “no. Los unos a las otras, porque a mí no me dejáis amar a quien yo
quiero”. En este entramado de intereses tampoco podía faltar el concepto de
dinero asociado a la usura o la traición por ambición. Temas también incluidos
de forma sensacional en la trama de la historia. Todo ello nos lleva a la
conclusión de la vigencia de lo representado en escena, la principal esencia de
esta representación.
El
encargado de pasar de las musas al teatro es el reputado y polifacético Jaime Azpilicueta, autor y director de
más de 150 espectáculos de teatro y televisión. Desde los clásicos a los
actuales y desde la tragedia al musical. Este dominio en la dirección le lleva
a no cometer ningún error de los muchos posibles en un libreto tan bien medido,
donde la ironía es mezclada con la sátira y puede desembocar en una estocada
final. En definitiva, un trabajo conjunto de coordinación con un resultado
sobresaliente. Azpilicueta transmite
corrección en los sentimientos de los protagonistas, como volcanes a punto de
entrar en erupción, que no necesitan grandes aspavientos para exteriorizar
dichas emociones. Su correcta dirección también facilita los cambios de
registro del reparto y la exquisita implementación de los géneros antes
mencionados. El tempo de la obra es pausado lo que ayuda al espectador a ir
desdibujando el rostro de los actores para poner caras presentes a los actos de
los personajes, invita a la reflexión constante en la hora y media de duración
y en definitiva termina de redondear el lirismo y la filosofía poética de la
representación.
Tanto
asiduos como advenedizos reconocerán la voz y rostro de este reparto cuya actuación
alcanza la excelencia, bajo la producción de “La Nariz de Cyrano” (fruto de la unión de José Luis Gil, Alberto Castrillo-Ferrer y Ana
Ruiz, todos presentes en la obra). Si la suma de los temas latentes y profundos,
a la vez que mundanos, funciona en el libreto con la dificultad del equilibrio,
también lo hace sobre las tablas, cuyo éxito solo puede ser imputado al elenco.

El archiconocido actor de series
televisivas (Aquí no hay quien viva, La
que se Avecina) y teatro (en la gran interpretación de Cyrano de Bergerac),
José Luís Gil encarna al
protagonista de esta historia, el Rey
Eduardo II, cuya vida social estuvo marcada por el amor incondicional hacia
Piers Gaveston (personaje no
representado por nadie, pues quizá puede ser cualquiera de nosotros). No hace
falta recalcar la complejidad de dar vida a un personaje incomprendido,
atormentado y afligido con sus libertades cercenadas por su orientación sexual,
pero sí felicitar a Gil por esta
magnífica interpretación. Es difícil destacar un momento concreto porque su
actuación está a un altísimo nivel, tanto en los momentos más distendidos o
cómicos, donde nos saca una sonrisa con su característico agudo bocal, hasta en
los más dramáticos donde se retuerce de dolor con enorme verosimilitud. Si por
algo tuviera que destacar a este actor es, precisamente, por su carga de
verdad.
El papel femenino recae en Ana Ruiz, como Isabel de Francia conocida como ‘La loba’, cuya lealtad a la corona
está por encima de todo lo demás. Había visto a esa actriz de gran trayectoria
en series televisivas y numerosos montajes en papales más dóciles pero nunca en
un registro tan fuerte y contundente como este, con una ejecución
sobresaliente. De esta forma demuestra su versatilidad sobre las tablas y
fortaleza escénica. Como aliado en el fin de este personaje, aparece Mortimer, representante de la nobleza y del ideal de caballero interpretado
por Carlos Heredia. Este actor de
incontables papeles en teatro, cine y series televisivas tiene su mayor peso en
los últimos compases de la obra y su actuación es correcta en todos los
niveles.
El poder eclesiástico, la moral
conservadora y los intereses propios descansan en el Obispo Orleton, a quien da vida Ricardo Joven. Su personaje va más allá
de lo religioso y representa la cerrazón, imposición y conservadurismo social
de cualquier época. Estas actitudes son interpretadas con solvencia, rotundidad
y actitud impertérrita por este actor con casi medio siglo dedicado a la
interpretación. Por último, el multipremiado actor y maestro de actores Manuel Galiana se viste de Tolomei, usureo y prestamista judío con
la cualidad de estar siempre en el lugar adecuado. Su torpeza en el andar es
compatible con su destreza en los negocios donde la banca nunca pierde. Es
digno de admirar sobre las tablas a un actor que ha dedicado su vida a la
interpretación y sigue dejándonos muestras de su dominio escénico.
Rescato la frase de inicio de que no
importa el quién sino el cómo y la aplico a los recursos técnicos de la
representación, pues vuelven a suponer un rotundo logro. La construcción
escenográfica, a cargo de Juan Manuel
Zapata, es sencilla, sobria y sin ornamentos vacuos para no quitar
protagonismo a lo representado. Además permite entradas y salidas limpias,
algunas desde la parte posterior de la escena, y agiliza la acción de la obra. La
implementación de la videoescena por Álvaro
de Luna es un valor añadido más a la representación, cuyo uso podría
haberse ampliado a más instantes del relato. La iluminación intimista, diseño
de Juan Ripoll, va acorde con lo anterior
y graduándose en función del devenir de la acción y de los cambios emocionales
de los protagonistas, desde tinieblas y claroscuros hasta cenitales. Este mismo
acierto trasladado al género musical es lo que ejecuta el maestro Julio Awad. Las transiciones entre
algunas de las escenas van acompañadas de hilos musicales diseñados para cada
personaje. Este compendio de recursos nos termina de introducir en la corte de Eduardo Pantagenet y acrecienta el
carácter reflexivo; pues no es descabellado afirmar que lo vivido en el siglo
XIV sea el prolegómeno de nuestra historia actual.
En Eduardo
II, ojos de Niebla asistirán a una historia de amor envuelta en un drama histórico
y actual sobre las libertades cercenadas, escrito, dirigido e interpretado con claridad,
solvencia y realismo
Autor: Alfredo Cernuda
Director: Jaime Azpilicueta
Reparto: José Luis Gil, Ana Ruiz, Ricardo
Joven, Carlos Heredia, Manuel Galiana
Ayudante de dirección: Maximiliano Lavía
Música original: Julio Awad
Diseño de iluminación: Juan Ripoll
Diseño escenografía: Juan Manuel Zapata
Figurinista: Covadonga Orviz Díaz
Proyecciones: Álvaro Luna
Caracterización y
maquillaje: Mauro
Gastón
Vestuario: Sastrería Cornejo
Fotografía: Moisés Fernández
Diseño de cartel: Manuel Vicente
Producción ejecutiva: Ana Ruiz Domínguez
Distribución:
Pentación Espectáculos
No hay comentarios:
Publicar un comentario